INTRODUCCIÓN
Del 14 al 16 de febrero de 2020 se celebrará en Madrid el Congreso Nacional de Laicos, una iniciativa de la Conferencia Episcopal Española que se sitúa como colofón del Plan Pastoral de la CEE 2016-2020 y se convoca «con el deseo de que la reflexión principal gire en torno al laicado, parte fundamental de ese Pueblo de Dios, y a su papel en la Iglesia y en el mundo».
Como preparación última al congreso, se ha elaborado un Instrumento de Trabajo —descargable en la página web «pueblodediosensalida.com»— con la finalidad de ofrecer unas ideas-fuerza y plantear tres preguntas específicas: ¿Qué actitudes convertir? ¿Qué procesos activar? ¿Qué proyectos proponer?
Al hilo de la lectura del Instrumentum Laboris, me propongo ofrecer, a quien pudiera interesar, algunos comentarios, reflexiones y respuestas a las cuestiones planteadas en el documento.
LA HORA DE LOS LAICOS
La frase «ha sonado la hora de los laicos» fue pronunciada en muchas ocasiones durante el pontificado de san Juan Pablo II, hundiendo sus raíces en el Concilio Vaticano II. Y ha venido siendo repetida una y otra vez desde entonces, dando título incluso a multitud de libros, ponencias, cartas pastorales…
Con respecto a esa frase, el propio documento inicial de la Conferencia Episcopal titulado Iglesia en salida, preparatorio del Congreso de Laicos, cita en su página 2 estas palabras del papa Francisco:
«Mirar continuamente al Pueblo de Dios nos salva de ciertos nominalismos declaracionistas (slogans) que son bellas frases pero no logran sostener la vida de nuestras comunidades. Por ejemplo, recuerdo ahora la famosa expresión: “es la hora de los laicos” pero pareciera que el reloj se ha parado» (Carta del papa Francisco al Cardenal Marc Ouellet. 19 de marzo de 2016).
Sin embargo, puede dar la impresión de que continuamos cayendo en los mismos nominalismos declaracionistas que denuncia el papa, repitiendo una y otra vez las mismas frases bonitas pero huecas. Y es que en la página 11 del Instrumentum Laboris se dice: «Ciertamente, estamos convencidos de que esta es, en verdad, “la hora de los laicos”». ¿Otra vez es —ahora sí, de verdad verdadera— «la hora de los laicos»? ¿Es acaso la hora de seguir repitiendo machaconamente los mismos eslóganes ya desgastados por el uso y el abuso? ¿Cuándo será el momento de dejar de acuñar bellos eslóganes y vivir en Cristo?
IGLESIA EN SALIDA
Corremos el riesgo de que esta frase se convierta en el paradigma del nuevo nominalismo declaracionista. ¿Qué queremos decir de verdad cuando hablamos de Iglesia en salida? ¿Alguien lo sabe? ¿Existe una interpretación oficial? ¿No termina siendo, tantas veces, la típica frase que cada uno acaba utilizando como coartada para justificar sus propias decisiones personales, sus componendas con el espíritu del mundo, su tibieza, su mediocridad…?
¿Iglesia en salida significa, por ejemplo, «salida de una Iglesia-sin el mundo que permitió que surgiese un mundo sin Iglesia hacia una Iglesia-mundo», como interpreta Leonardo Boff? ¿Quien utiliza la frase considera que la Iglesia debe mundanizarse más?
Para otros, Iglesia en salida significa salir de los templos a las calles, salir de una Iglesia de devotos encerrados a una Iglesia comprometida con la justicia social. Pero ¿dónde están esos devotos que deberían salir? ¿Es que de verdad alguien ve demasiada gente dentro de los templos dedicándose exclusivamente a la oración, a la liturgia y a la vivencia de los sacramentos? ¿No ocurre más bien en nuestra España que demasiada gente hace ya tiempo que salió no solo de los templos, sino de la propia Iglesia para nunca más volver?
Otras veces, con esa frase se alude a la situación de la Iglesia de hoy. Esta sería la Iglesia genuina, verdaderamente en salida. No como otras, según esta interpretación. Es quizá el contagio del papanatismo adanista del mundo de hoy, que piensa que todo ha nacido y comenzado verdaderamente con él. Para muchos, Iglesia en salida es la de este momento, una Iglesia por fin abierta. No la que evangelizó todo el Imperio Romano, ni la que se abrió a los bárbaros, ni la que evangelizó a los pueblos eslavos. Tampoco la que evangelizó América, Asia, África, Oceanía… Quizá san Francisco Javier pertenecía a una Iglesia cerrada en sí misma, o san Vicente de Paúl. Probablemente también los mártires del siglo XX, tantos de ellos en España entre 1936 y 1939, estaban encerrados en sí mismos y no sabían lo que significaba una Iglesia en salida.
Para bien de la Iglesia y de las almas, quizá sería conveniente no utilizar tan profusa y alegremente estos nominalismos declaracionistas que tan poco gustan al papa, sobre todo si no se aclara con total precisión el sentido y alcance con que se utilizan.
¿QUÉ ACTITUDES CONVERTIR?
- De la veleta al ancla.
Una actitud de apertura acrítica a todo viento de novedad, que procede de un cierto embelesamiento por el mundo, nos lleva muchas veces a seguir lo mismo que el mundo sigue. Se habla de los signos de los tiempos como si todo aquello sobre lo que existiese un consenso mundano generalizado exigiera, sin más, el asentimiento y adhesión de los cristianos. Estos signos de los tiempos se consideran como algo que hay que asumir en lugar de algo que hay que interpretar, discernir (cf. Mt 16,3). De esta forma, justificamos muchas veces asumir los valores y comportamientos del mundo en aras de un pretendido respeto a los signos de los tiempos.
En lugar de estar anclados en la palabra de Dios, demasiadas veces asumimos las actitudes del mundo barnizándolas con una pátina cristiana. Al final terminamos cayendo en la actitud de tratar de ofrecer un sucedáneo «pío» de las mismas cosas que ofrece el mundo. Lo que la Iglesia tiene y, por tanto, puede dar, es a Jesucristo. Pero a veces damos mera justicia social llamándolo caridad, mero activismo político o ecologista llamándolo denuncia profética, mera democracia con el nombre de sinodalidad, mera condescendencia bajo el nombre de pastoral, mera ideología llamándola teología de rodillas, meras modas disfrazadas de signos de los tiempos.
- De la senda ancha a la estrecha.
La actitud de seguimiento de Cristo implica asumir un cambio de vida tras un encuentro personal con Él. Pero traducimos a veces ese seguimiento de Cristo en una actitud de confraternización con los valores y criterios del mundo. Ser bautizado hoy no implica necesariamente un modo de vida que interpele. Nos parecemos demasiado al mundo. En pro de una pretendida fraternidad universal, renunciamos a nuestros modos de vida propios como cristianos, justificándonos con que somos Iglesia en salida, con que tenemos que ejercer la actividad política, con que debemos conservar el empleo o incluso para no chocar con los vecinos.
¿En que se diferencian hoy las casas, las vidas, las aspiraciones, el uso del dinero, el ocio y el descanso de los cristianos de aquellos que no lo son? ¿Se podría escribir de nosotros hoy algo parecido a lo que escribe la Carta a Diogneto de los cristianos de los primeros siglos: «Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es del cielo»?
¿Nuestra ciudadanía es del cielo? Si un cristiano «tipo» de hoy se encontrara con Cristo en carne mortal, como el joven rico (cf. Mc 10,17), ¿pensamos que le preguntaría qué debe hacer para alcanzar la vida eterna? ¿o más bien le preguntaría qué debe hacer para limpiar de plásticos los océanos, para reforestar la Amazonia o para eliminar las concertinas de la valla de Melilla? Al contrario de lo que nos dice la palabra de Dios (cf. Mt 6,33), buscamos primero la edificación de la ciudad terrena, de la casa común, pensando quizá que la vida eterna se nos dará como añadidura.
Urge, por tanto, renovar la radicalidad inherente a la decisión de seguir a Jesucristo.
- Claridad y firmeza.
Prima hoy en nuestra Iglesia una actitud de ambigüedad, de falta de claridad con respecto a la verdad, muchas veces amparándose en razones falsamente llamadas «pastorales». Pero necesitamos que se llame a las cosas por su nombre. Por ejemplo, al pecado. Decir qué cosas son pecado y lo que realmente significa el pecado. El aborto, el adulterio, la trata de personas… no son simplemente «sombras» o «dificultades» o «retos». Son pecados gravísimos. Debemos tener una actitud de verdadero amor al pecador, como Cristo, rechazando y combatiendo con firmeza el pecado.
Acompañar no significa aprobar, ni siquiera aceptar, lo que el otro hace. Habrá que confrontar la propia vida y la de los demás con la palabra de Dios. Jesús en el camino de Emaús no se limita a acompañar en el sentido de hacer compañía: confronta a los caminantes con la palabra de Dios.
En ese camino, en ese cambio de actitud, necesitamos pastores que digan la verdad con claridad y firmeza. Sin miedo a que el mundo los tache de rígidos o inmovilistas. Como dice Chesterton, «no necesitamos una Iglesia que nos dé la razón cuando acertamos, necesitamos una Iglesia que esté en lo cierto cuando nosotros estamos equivocados».
- Convertíos y creed en el Evangelio (cf. Mc 1,15).
Al no existir conciencia de ser pecadores ni sentido del alcance y gravedad del pecado, caemos fácilmente en la connivencia con el pecado, en la aceptación de las situaciones objetivas de pecado, convirtiendo lo frecuente en algo «normal». En el fondo, «no es para tanto».
Será necesario predicar, para nosotros y los demás, la necesidad de conversión. La primera predicación de Jesús fue: ¡Convertíos! Pero para convertirnos a Cristo es necesario encontrarnos con Él. No simplemente hacer cosas buenas, trabajar por la justicia social, cuidar el planeta, ser honrados, no matar a nadie… No nos hacemos cristianos así, sino por un encuentro personal con Cristo.
Tampoco ayudan a tomar conciencia de la necesidad de conversión las continuas etiquetas que se van añadiendo a esta palabra: conversión pastoral, conversión misionera, conversión comunitaria, conversión ecológica… Al final puede ocurrir como con la leche o la cerveza a las que se le añaden adjetivos: muchas veces ni son leche ni son cerveza.
La conversión es una: la conversión del corazón. Y la conversión es a uno: a Cristo. Lo demás serán situaciones, ámbitos o niveles en los que deberá irse manifestando progresivamente esa conversión radical.
- Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).
Necesitamos recuperar la confianza plena en el poder transformador del amor de Dios. El amor de Dios (el Espíritu Santo) es poderoso. No nos deja como estábamos, estancados en nuestras miserias, si es que verdaderamente nos abrimos a Él. ¡Cuántas actitudes de vida cristiana y actitudes pastorales timoratas, encogidas, tibias y, al final, estériles tienen su origen en la falta de fe en el amor todopoderoso de Dios! ¿Nos creemos de verdad que Dios puede hacer realmente el milagro de cambiarnos y hacernos perfectos? ¿O transmitimos más bien la impresión de que «con estos bueyes hay que arar», «nadie es perfecto», «Dios no pide tanto»? Cuando se pone en práctica una pastoral «posibilista», que cuenta exclusivamente con nuestras propias posibilidades, no estamos poniendo en práctica, como tantas veces se dice, una pastoral «realista» o «misericordiosa», sino que estamos negando la Realidad: a Dios Todopoderoso.
El Señor nos ama con nuestro pecado, pero quiere (y puede) transformarnos y hacernos santos, librándonos de ese pecado.
¿QUÉ PROCESOS ACTIVAR?
- Desactivar procesos.
La confianza ciega e ilimitada del mundo en el progreso humano (fruto de la Ilustración) se nos cuela a veces en la Iglesia, llegando a contagiarnos de la convicción de que el progreso es siempre positivo. De este modo, se hace necesario abrir continuamente nuevos procesos ya que así necesariamente avanzaremos y crearemos un mundo (una Iglesia) cada vez mejor.
Pero a veces hay que deshacer procesos. Hay que desandar lo andado. Como cuando en el Camino de Santiago te pierdes: no se trata de seguir adelante buscando la senda correcta, sino de volver sobre tus pasos hasta el último punto seguro. Cuando te desorientas, la huida hacia delante no es una buena opción.
¿No habrá que desactivar y desandar hoy procesos por los cuales se ha convertido la misa en un espectáculo o, en el mejor de los casos, en una reunión de oración en común? ¿No habrá que desactivar procesos de desprecio por las devociones y oraciones populares? ¿No habrá que desactivar procesos que, tratando de convertir a los fieles en pretendidos «cristianos adultos», han relativizado y oscurecido (cuando no despreciado) el sentido de la liturgia, de los sacramentos, del precepto dominical, de la oración contemplativa, de la adoración, de la abstinencia y el ayuno, de la mortificación…? Quizá habría que estar más abiertos a deshacer muchos procesos ya iniciados cuando vemos que tenemos cada vez más bautizados agnósticos o ateos.
- Recuperar el sentido y la belleza de la liturgia.
Por favor, iniciemos un proceso para conseguir que las misas parezcan misas. Que lo importante sea la acción de Dios, de la Santísima Trinidad, y no las ocurrencias del celebrante o de los fieles. Respeto a la celebración, a los ritos, a las fórmulas, las posturas, los ornamentos, las vestiduras, la belleza de la música y el canto, el silencio…
Expliquemos y aprendamos el sentido de la liturgia: de la misa, del oficio divino. Recuperemos la solemnidad en el culto a Dios. Impulsemos la celebración comunitaria de la liturgia de las horas, explicando su sentido.
Y, si es posible, no hagamos tan feos los nuevos templos. La belleza nos acerca a Dios.
- Recuperar la importancia de los sacramentos, la oración, la adoración.
Un cristiano vive de la eucaristía y de los demás sacramentos. Pero ¿cuántos bautizados creen hoy en España en la presencia real de Cristo en la eucaristía, con toda su divinidad y humanidad? ¿A cuántos bautizados se les admite al sacramento del matrimonio sabiendo con certeza que no tienen fe y que no viven ni van a vivir una vida cristiana? ¿Cuántos bautizos se administran sin tener ninguna garantía de la educación cristiana de esos niños?
Pongamos en marcha procesos de recuperación de la relación entre fe y sacramentos. Donde hay fe debe haber vida de sacramentos, y donde se reciba un sacramento debe haber vida de fe. «¡Lo santo, para los santos!», proclama nuestro rito hispano-mozárabe.
Y ¿cómo vamos a seguir a Cristo si no nos encontramos con Él en la oración? Oración en silencio, a solas con Él. «Todo es oración», se dice, y no es verdad. Entre los pucheros anda Dios, como decía la Santa de Ávila, pero ella podía verlo entre los pucheros porque pasaba horas en contemplación y adoración, conociéndole y tratando con él. Pensar que, como somos «cristianos adultos», seremos capaces de ver a Dios en cualquier circunstancia sin vaciarnos antes de nuestras ideas preconcebidas, de nuestras preocupaciones mundanas, de nuestro ruido… es mera temeridad.
Y adorar. ¿Cómo no vamos a adorar a Aquél que reina sobre el cielo y la tierra, al que hace temblar a los demonios, al que recibe la reverencia constante de los ángeles? Facilitemos cauces para adorar. La falta de reclinatorios en tantos templos para recibir la comunión no produce a veces más que un mayor deseo de exteriorizar la adoración: personas que hacen una inclinación de cuerpo y otra de cabeza, además de una genuflexión un poco más adelante, para caer finalmente arrodilladas ante el poco disimulado enfado del sacerdote, que se tiene que inclinar profundamente o incluso agachar para darle la comunión. ¿Tan difícil es que la Iglesia facilite a sus hijos la adoración del Solo Santo?
- Recuperar el sentido de pertenencia a la comunidad por el bautismo.
Necesitamos vivir como miembros de la Iglesia, concretada en la comunidad local. Pero una comunidad viva, que interpele, que sorprenda por su modo de vida. ¿Cuántas comunidades de bautizados son hoy realmente referente de cómo es la vida en Cristo? ¿No sería normal que más parroquias sean testimonio de la vida según el Evangelio pero como comunidad, no como personas aisladas, ni siquiera como pertenecientes a un movimiento o espiritualidad determinados? ¿No sería necesario un proceso que lleve a hacer surgir parroquias como comunidades vivas que testimonien el amor de Cristo en común, por el simple hecho de ser bautizados y no por la pertenencia a un grupo, espiritualidad o movimiento concretos?
¿Es que vivir la santificación en el trabajo y las tareas ordinarias es solo para los miembros del Opus Dei? ¿Para reconocer la importancia esencial de nuestro bautismo y seguir un proceso de formación postbautismal permanente hay que pertenecer necesariamente al Camino Neocatecumenal? ¿La vida en el Espíritu, dejarse mover por el Espíritu Santo, es exclusivo de la Renovación Carismática? ¿El matrimonio cristiano, la vida como Iglesia doméstica, es solamente para los que pertenecen a un movimiento familiarista?
Quizá hemos resaltado tanto lo que nos distingue que nos hemos olvidado de lo que nos une como bautizados, consagrados, ungidos como Cristo sacerdotes, profetas y reyes. Los primeros cristianos tenían plena conciencia de que pedir el bautismo era pedir licencia para el martirio, para ser testigo. ¿Qué conciencia de lo que implica nuestro bautismo tenemos los cristianos de hoy en España?
Abramos un proceso de recuperación de la conciencia de nuestra pertenencia a la Iglesia y a la comunidad local consagrados por el bautismo. Recuperemos el domingo como día de la Iglesia, día de la comunidad parroquial, en torno al cual entremos en comunión para fortalecer los lazos entre nosotros. Pongamos nuestros carismas al servicio de la comunidad. Unámonos en torno a la celebración eucarística, la adoración al Santísimo, la liturgia de las horas, el rosario. Que cada uno aporte lo que de bueno tiene su movimiento, su institución, su grupo, sus peculiares dones o intuiciones para el enriquecimiento de la comunidad y no para marcar diferencias. Tratemos de hacer de nuestras parroquias «comunidades blancas», sin un color específico, no porque se anule toda diferencia, sino porque los diferentes colores de cada carisma se integren en una única luz. Que como santa Teresa de Jesús (reformadora, monja de clausura y carmelita descalza) podamos decir simplemente «al fin muero hija de la Iglesia», no hija o hijo de tal o cual movimiento o espiritualidad.
- Recuperar la lectura, escucha y puesta en práctica diarias de la Palabra de Dios
¡Cuánto tiempo dedicamos los cristianos a tantas cosas que nos propone el mundo!: Internet, redes sociales, series, películas, deporte, televisión, lecturas, noticias, viajes. Siempre hay un motivo para dedicarle tiempo a estas actividades. Sin embargo, ¿cuánto tiempo en proporción dedicamos a la palabra de Dios? ¿Está en relación con la importancia que debería tener en nuestra vida?
Si la importancia que le damos a cada actividad está en relación con el esfuerzo que hacemos para dedicarle tiempo, tendremos que concluir que la palabra de Dios carece de importancia para los cristianos de hoy. ¡Somos expertos en tantas cosas! Excepto en palabra de Dios.
La parroquia es lugar excepcional para crecer en la estima por la palabra de Dios, su conocimiento, su vivencia. Podemos empezar por urgirnos unos a otros la puntualidad al inicio de la misa para escuchar, con sosiego y atención, todas las lecturas. Y continuar con formación para un mejor conocimiento y aprecio de este regalo que tenemos. Aprender a orar con la palabra de Dios, meditando cada día, en comunión con la Iglesia universal, las lecturas que nos ofrece la liturgia diaria y aplicarla a nuestra vida.
- Dinamizar la dimensión caritativa de la comunidad cristiana
La comunidad cristiana, actuando en tanto comunidad, no solo debe ser evangelizadora y celebrativa, sino que debe llevar el amor de Cristo a los demás. Hemos de recuperar la caridad como virtud que brota del corazón de Cristo y no como mera «acción social». Y una dimensión que es imprescindible en la comunidad cristiana (en cada parroquia, por tanto). No se trata de que cada uno dé individualmente una limosna, tampoco de remitir a nuestros hermanos necesitados a pretendidos «especialistas de la caridad». Se trata de que nos impliquemos como comunidad en buscar a Cristo en nuestros hermanos más pobres y necesitados.
El encuentro con Cristo en la eucaristía, en su palabra, en la liturgia, en la oración y adoración, nos llevará necesariamente a buscarlo y encontrarlo en los necesitados, en los enfermos, en los que sufren por el dolor, la soledad o el pecado. Todos los miembros de la comunidad deberíamos estar al tanto de los sufrimientos y necesidades de nuestros hermanos, saliendo al paso con iniciativas imaginativas.
¿QUÉ PROYECTOS PROPONER?
Por favor, ya tenemos suficientes proyectos. Pongamos vida cristiana dentro de ellos. No más reuniones. No más sacerdotes dedicados a organización y logística. No más activismo. Discernir en cada diócesis qué proyectos se deben cerrar. Limitemos al mínimo posible las actividades, reuniones y proyectos. Vivamos en las parroquias como comunidades vivas, unánimes en la oración y en la fracción del pan, predicando el evangelio y atendiendo a Cristo en los necesitados. Por supuesto que surgirán iniciativas puntuales, al soplo del Espíritu. Pero no caigamos en la tentación de medir los frutos de nuestra acción por la cantidad de proyectos que se ponen en marcha en cada plan pastoral o en cada congreso.
Que los participantes en el Congreso Nacional de Laicos se abran a recibir las mociones del Espíritu Santo. Que Él los ilumine para que sus trabajos fructifiquen y redunden en un mayor crecimiento en santidad de todos los miembros de la Iglesia.
Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros.
Antonio Espíldora García
Director de Cáritas Diocesana de Toledo
Toledo, 17 de enero de 2020. San Antonio Abad