La Jornada Mundial de los Pobres que celebramos el 15 de noviembre debe llevarnos, ante todo, a meditar, con abierta disponibilidad, qué grado y de qué modo, en nuestra vida, Dios quiere concedernos a cada uno vivir la virtud de la pobreza. A la par, e inseparablemente, esta Jornada busca que «las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados” (Mensaje del Papa Francisco en la Iª Jornada Mundial de los pobres).
El primer aspecto nos lleva a plantearnos algunas preguntas: ¿estoy llamado a ser pobre? ¿Por qué? ¿Qué entiendo por vivir la pobreza evangélica?
¿No es verdad que, a veces, tenemos miedo a ciertos textos de la Palabra de Dios, especialmente del Evangelio? ¿No viene este a complicarnos la vida, a enseñarnos a ver las cosas de otra manera? ¿No hay aspectos de nuestra vida que, quizás sin darnos cuenta, por una especie de instinto de defensa, hemos sustraído al influjo de la palabra de Cristo? ¿No hay, por casualidad, verdades que hemos arrinconado, por ser demasiado duras, sobre todo cuando se trata de vivir ciertas virtudes o de acoger, defender, poner el acento, en ciertos compromisos del cristiano?
Partamos de la base de que, en nuestra mente, oscurecida por el pecado, se hallan una serie de criterios espirituales mal entendidos, borrosamente captados. De la boca de Cristo, Dios hecho hombre, salieron estas palabras: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios» (Lucas 6, 20). Pero nosotros, a quienes Jesús llama dichosos los miramos como unos desgraciados y ni se nos ocurre pensar, y menos aún desear, estar entre ellos.
Quizá si hubiésemos estado allí, a nosotros nos habría pasado como a ciertos discípulos cuando escucharon a Jesús hablar de la Eucaristía y «al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?»” (Juan 6, 60) Es posible que a nosotros también nos dijera: «¿Esto os escandaliza?» (Juan 6, 61) Porque Jesús no dulcifica las expresiones: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» y si preguntamos ¿Cuáles bienes? Oiremos: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lucas 14, 26)
Pero ¿de qué pobreza estamos hablando? Porque pobreza es una palabra ambivalente. Puede significar dos cosas muy diferentes: la pobreza puede ser una condición socioeconómica impuesta, en que la persona viene caracterizada por tener insatisfechas sus necesidades básicas, ente las cuales la más importante es la falta de una atención religiosa privilegiada y prioritaria, de forma permanente e involuntaria, y esta pobreza hay que combatirla; o la pobreza de espíritu, es decir, la que viene dada por el Espíritu Santo y que me lleva a elegir libremente como opción o estilo de vida, una existencia de radical dependencia de Dios, también en lo material; esta pobreza es la que hay que cultivar o cuidar. Nosotros nos referimos, naturalmente, a esta última, a la indigencia que me hace experimentar más el amor de Dios porque me lleva a vivir como hijo, con la confianza puesta en él.
Ahora bien ¿por qué la pobreza voluntaria? Porque ser discípulo de Cristo es ante todo una llamada a seguirle, a caminar detrás de él, con él y como él, y el Señor abrazó la pobreza como estilo de vida y vivió voluntariamente pobre: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Corintios 8, 9). Existe una relación esencial entre la pobreza y el plan divino de salvación. De ahí que la elección de la pobreza no es o no debe ser prerrogativa de unos perfectos, sino común a todos los cristianos. Otra cosa es cómo se concreta en la vida de cada uno, según su estado.
¿Qué entiendo por vivir la pobreza evangélica? Decimos que pobreza significa carencia real de lo necesario. No es lo mismo vivir austero que vivir pobre. El testimonio universal de los santos es el de buscar pasar hambre, sed, frío, calor, falta de descanso, dar la vida por atender a los enfermos en una epidemia, etc. Luego, la tendencia normal, la norma, para el creyente es la del desprendimiento «constantemente acelerado»; eso se traduce, no en que tiene que estar muy claro que Dios quiere que me desprenda de algo para hacerlo, sino en que tiene que estar muy claro que Dios quiere que conserve un bien para no desprenderme de él.
El segundo aspecto de la Jornada Mundial de los pobres nos lleva, a cada uno, a pedirle al Señor como ser cada vez más y mejor signo concreto del amor de Cristo a los pobres, de manera que las comunidades cristianas sean esas ciudades puestas en lo alto de un monte que iluminan a unas sociedades, las de los países llamados desarrollados, sumergidas en el materialismo, el consumismo y el despilfarro.
La Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, abierta sobre el mundo, mira con particular interés a determinadas categorías de personas. «Mira a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los hambrientos, a los enfermos, a los encarcelados, es decir, mira a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico […]». (Papa san Pablo VI. Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y por imperativo bíblico: «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (Iª Juan 3, 17). Y, si en alguien no permanece en él el amor de Dios, es que está en pecado mortal.
No obstante, la opción por los pobres no hemos de verla como un mandato, como un peso, sino como una oportunidad. Dice el salmo 111: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido». Y de nuevo: «Dichoso el que se apiada y presta». Sí, el que ama, ayuda y evangeliza al pobre se ve lleno de gozo, de ese gozo que es fruto del Espíritu Santo y que puede definirse como la profunda alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones que son poseídos por Dios. Al ser un fruto que proviene de la caridad, cuanto más amemos a Dios y al prójimo más gozo tendremos.
Pidamos a N. S. Jesucristo que sí, hasta ahora, no hemos sabido imitarle llevando una vida pobre, reproduzcamos en nuestra existencia sus ejemplos de amor a los necesitados, de manera que un día seamos recibidos en el cielo, porque «Dios ama a los pobres y por consiguiente a quienes aman a los pobres» (San Vicente de Paul). Quién sabe, quizá, al final, los pobres no sean una molestia sino nuestra oportunidad para entrar en el cielo.
José María Cabrero Abascal
Delegado Episcopal de Cáritas
Director del Secretariado de Migraciones
Archidiócesis de Toledo