Este mes de febrero se despide de la diócesis de Toledo don Braulio, que ha sido nuestro obispo durante más de diez años, y recibimos a don Francisco como nuevo obispo.
Conforme a nuestra condición humana, todos los cambios de etapa que vivimos se nos presentan siempre como una oportunidad. El final del día o del año, un cumpleaños, un aniversario, un cambio de estado… Cualquiera de estos fines de etapa supone para nosotros ocasión de recapitular, agradecer y rectificar. Y el clarear del nuevo día, el comienzo del nuevo año o el domingo que abre una nueva semana se nos presentan como una invitación a reemprender con ánimo renovado nuestras tareas y ocupaciones que, aun cuando no hayan cambiado materialmente, tratamos de afrontarlas con una actitud y un espíritu nuevos.
Memoria agradecida
Al llegar al final del pontificado de don Braulio, recordamos —volvemos a pasar por nuestro corazón— todas las gracias que, a través de su ministerio, el Señor nos ha concedido y los momentos intensos vividos bajo su guía durante estos años. Tomamos conciencia de tantas veces como nos hemos unido a «nuestro obispo Braulio» en la celebración de cada misa durante la plegaria eucarística. Tantas ocasiones en las que hemos podido incluso participar en la Santa Misa celebrada personalmente por él. También las tareas y responsabilidades que a cada uno de nosotros nos haya asignado, agradeciendo la muestra de confianza personal que ello supone. Y tantos momentos reunidos en comunión, convocados por él, en los diferentes encuentros diocesanos con tan diversos motivos.
En los últimos años ha hecho fortuna la frase del papa Francisco pidiendo pastores «con olor a oveja», en oportuna referencia a la necesidad de que los obispos y presbíteros vivan en medio de las comunidades que tienen encomendadas, con actitud de servicio y no de poder, velando solícitos por sus necesidades. No se trata, sin embargo, de algo meramente superficial. De hecho, una excesiva exposición a los perfumes mundanos nos puede turbar de tal manera que se nos embote el olfato, haciéndonos incapaces de percibir el genuino «olor a oveja» o llevándonos a confundirlo con otros aromas que nos ofrece el mundo. Dios nos libre, además, de los lobos cubiertos con piel de cordero (cf. Mt 7,15) que también tienen «olor a oveja», ya que esa es precisamente su intención para poder causar más fácilmente estrago en el rebaño.
En definitiva, para distinguir sin error a los buenos pastores es preciso acudir a la Palabra de Dios. Y el Señor nos indica al menos dos señales seguras: entran por la puerta —que es Cristo— (cf. Jn 10,1-2,7) y dan la vida por las ovejas (cf. Jn 10,11). Agradecemos, pues, sobre todo a don Braulio que nos haya guiado siempre por la puerta de la buena doctrina de Cristo y su Iglesia, y que haya gastado su vida entre nosotros siendo, como dice san Agustín, obispo para nosotros y cristiano con nosotros (cf. Sermón 340,1).
El Señor tenga piedad y nos bendiga
Es momento oportuno también para meditar sobre nuestra respuesta a los dones de Dios durante estos años. Sin caer en la tentación de echar la culpa a otros de nuestros fallos, de nuestras infidelidades o de nuestra mediocridad. Con cuánta facilidad nos escudamos en los defectos o carencias de los demás: ¡Ay si yo tuviera otro obispo… otro párroco, otro vicario, otro marido, otra esposa, otros hijos, otro superior o discípulo! Vemos con cierta facilidad la culpa en los demás, no en nosotros. También David vio el pecado en el rico que mató la única oveja del pobre para agasajar a su propio invitado, mientras que no era capaz de ver la gravedad de su propio pecado al provocar la muerte de Urías, el hitita. Pero cuando nos fijamos solamente en la culpa de los demás, el Señor nos responde —como a David a través del profeta Natán—: «¡Tú eres ese hombre!» (2 Sam 12,7), haciéndonos conscientes de nuestra propia culpa.
Quizá podríamos haber aprovechado mejor las gracias que Dios ha querido derramar sobre nosotros por mediación de nuestro obispo. También podemos preguntarnos si hemos crecido en gusto por el conocimiento del Señor y en el trato con Él. O si hemos fortalecido la unidad entre nosotros. En otras palabras, si hemos progresado en el camino de la santidad y en el deseo de testimoniar y comunicar la alegría de Cristo resucitado a los demás hombres. Aprovechemos esta ocasión para revisar nuestra apertura a la gracia. No caigamos en la crítica fácil a los defectos y culpas de los demás para justificarnos. Pidamos luz para discernir qué obstáculos debemos remover, qué gracias pedir, de qué seguridades humanas y apegos desprendernos para avanzar en el camino hacia el cielo. Y si vemos que no hemos respondido suficientemente, no hay razón para la desesperanza: el Señor nos ofrece otra oportunidad.
El don del obispo
El mismo Dios que nos ha regalado a don Braulio nos hace ahora el regalo de un nuevo obispo, palabra que procede del griego episkopos, que significa vigía, centinela. Por tanto, este hecho es ante todo motivo de acción de gracias a Dios que sigue colocando en la Iglesia centinelas para que no callen de día ni de noche (cf. Is 62,6). Al hilo de esta etimología, me permito citar aquí a uno de los personajes de la novela El despertar de la señorita Prim (Sanmartín Fenollera, Natalia. Planeta, 2013) sobre el optimismo o el pesimismo de los que tienen el deber de alertar (en nuestro caso, en relación con la situación de la Iglesia): «¿Pero qué ha de hacer un centinela sino dar aviso de lo que observa? No hay centinelas pesimistas u optimistas. Hay centinelas despiertos y centinelas dormidos». Del mismo modo, podríamos añadir que tampoco es relevante que los centinelas sean etiquetados por el mundo como conservadores o progresistas, o como pertenecientes a tal o cual tendencia: lo decisivo es que estén despiertos.
Por otro lado, la llegada de un nuevo obispo es ocasión privilegiada para caer en la cuenta de la necesidad de valorar algunos aspectos concretos de la vida cristiana que se nos manifiestan especialmente en la figura del obispo: la sucesión apostólica, la unidad y la obediencia.
Fundada sobre roca
El ministerio de confirmar a sus hermanos, confiado personalmente por el Señor a Pedro —la piedra sobre la que edificó su Iglesia—, permanece hoy entre nosotros a través de la sucesión apostólica. Por eso, el que escucha al obispo escucha a Cristo y, el que lo desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió (cf. Lumen Gentium 20).
La sucesión apostólica es en la Iglesia garantía de fidelidad al depósito de la fe. Nunca valoraremos suficientemente esta maravilla que, a veces, nos pasa inadvertida. Al contrario de lo que les sucedió, por ejemplo, a cientos de hermanos nuestros del Movimiento de Oxford que, capitaneados por el santo cardenal Newman, pasaron de la Comunión Anglicana a la Iglesia Católica precisamente por considerar que en ella permanece en exclusiva la sucesión apostólica. Veneremos, con obras y en la práctica, este tesoro que nos manifiesta la persona del obispo.
Hoy, como siempre, necesitamos pastores en comunión con la Iglesia de todos los tiempos, porque, como advierte san Pablo al obispo Timoteo, «llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas» (2 Tim 4,1-5).
Que todos sean uno
El obispo es también signo y garantía de unidad. El Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, puede ser un solo cuerpo porque Cristo es su cabeza. Y el sacramento del Orden Sacerdotal (cuya plenitud reside en el obispo) hace que el obispo actúe precisamente como la misma persona de Cristo Cabeza, in persona Christi Capitis (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1548). El sacramento de la Eucaristía, fuente de unidad y de comunión fraterna, se celebra siempre bajo la autoridad del obispo, y su celebración es legítima en tanto en cuanto el sacerdote celebrante está en comunión con el obispo y, a través de él, con el papa. Por eso «la celebración de la Eucaristía presidida por el obispo tiene una significación muy especial, como expresión de la Iglesia reunida en torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1561).
Ante el don de un nuevo obispo es buen momento, por tanto, para revolver estas cosas en nuestro corazón, para valorar y agradecer la gracia que supone su ministerio entre nosotros. Tenemos la oportunidad de renovar nuestra adhesión al obispo, nuestro deseo de vivir en comunión con Cristo a través del obispo y nuestro compromiso de manifestarlo en obras.
Por supuesto, a veces los obispos se equivocan y gobiernan mal. ¿Y eso nos extraña? ¿No son hombres como nosotros? Pero nuestra reacción ante estas situaciones no puede ser la crítica o el desprecio, sino la súplica, la intercesión y la mortificación. A todos nos interesa muy seriamente la santidad de nuestro obispo y es bueno que se nos note ese interés.
Cristo, obediente hasta la muerte
El Señor nos ha dado ejemplo supremo de obediencia para que sigamos sus huellas. Sin embargo, hemos de reconocer que hoy la obediencia (dentro y fuera de la Iglesia) no está de moda. Al contrario, se promueve y estima una pretendida libertad que consistiría en no tener atadura alguna a nada ni a nadie. Pero a los cristianos nos ata el amor de Cristo, de la misma forma que los sarmientos han de permanecer atados a la vid (cf. Jn 15,1-8) si quieren dar fruto. Y eso significa que si la gracia de Dios —como la savia a los sarmientos— nos tiene que llegar a través de nuestros pastores, entonces la obediencia al obispo se nos manifiesta como algo esencial.
Casi nadie hoy piensa que deba obedecer a alguien. Ni los esposos entre sí, ni los hijos a los padres, ni el discípulo al maestro… ¿Cómo vamos entonces a aceptar de buen grado la conveniencia de obedecer al obispo? Sin embargo, es necesario que, cada uno según su estado, nos esforcemos en cultivar esta virtud a imitación de Cristo. «No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia», dice santa Teresa de Jesús (Fundaciones 5,10). Y santa Catalina de Siena considera que «nadie puede llegar a la vida eterna sino obedeciendo» (Diálogo V, 1).
La llegada de un nuevo obispo nos recuerda la importancia de obedecerle con gusto, prontitud, responsabilidad e inteligencia, puesto que «la consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1558).
Cuando hay amor, hay también una inclinación a hacer la voluntad del que amamos. Por eso la obediencia cristiana siempre será signo del amor a Dios y entre nosotros.
Demos gracias a Dios
Todas estas consideraciones nos llevan a dar gracias a Dios por su solicitud amorosa con esta Iglesia diocesana de Toledo con ocasión del don de nuestro obispo, el que se despide y el que llega.
Gracias, don Braulio. Bienvenido, don Francisco. ¡Padre santo, guárdalos en tu nombre!
Antonio Espíldora García
Director de Cáritas Diocesana de Toledo